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     Crónicas de L'Ernexto  
   
El perrito enamorado
Siguiendo río arriba el curso del Manzanares.


Una vez más, nos reunimos un grupo bastante numeroso en La Pedriza con la idea de ir remontando la cuenca, o mejor dicho el curso, del Manzanares hasta sus orígenes o así. El intento más bien quedó en "o así", bastante alejado de las fuentes del río, pero el objetivo primordial en esta ocasión no era tanto llegar al final, o al principio, según se mire, como estar en el camino y disfrutar de aquel hermoso día que parecía hecho de encargo.

Como en otras ocasiones, el grupo estaba constituido por personas, ni�os, animales y cosas, todos cordiales y bien avenidos. Comenzaron ellos desde "El Tranco", más cercano al pueblo de Manzanares el Real desde donde antaño solíamos iniciar las excursiones, ya que todavía no estaba construida la carretera por la que ahora se accede al Parque Natural y nos lleva por Quebrantaherraduras hasta Canto Cochino. El motivo era alargar el paseo junto al río.

Yo, por motivos diversos inherentes a mi personalidad, como puede ser mi vago sentido del tiempo cronológico o la suposición de que en un momento dado puedo circular a la velocidad del sonido, ya no llegaba a tiempo de encontrarles en "El Tranco", excepto quizás para verles alejarse a lo lejos en la lejanía lejana, si me permitís la observación estúpida. Así que continué hacia Canto Cochino, lugar por donde forzosamente habría de pasar el grupo, y al encontrarles, todo serían manifestaciones de júbilo, vítores y alharacas por el hallazgo de la oveja descarriada que al fin encontró su reba�o de borregos, dicho sea esto sin acritud ni malicia por mi parte y sin el menor atisbo de molestar a las excelentes personas que constituían el grupo. Es simplemente una comparación desafortunada y estúpida como cabría esperar de un mentecato... o 'meinticinco' como decía un amigo mío que era tonto desde su más tierna infancia.

Una vez pasada la entrada del Parque Natural y recogido el folleto y la bolsa verde para la basura, me metí la bolsa verde donde me cupo, es decir, en el compartimiento de la puerta lateral del coche, y proseguí mi camino hasta Canto Cochino. Según subía por la carretera, alcancé a ver en el camino paralelo que asciende por la derecha, a Domingo (recio monta�ero) y sus secuaces (recios secuaces), dicho esto en el sentido positivo y amable de la palabra. Las palabras tienen tantos matices que es una lata y siempre tiene que estar uno dando explicaciones. Detuve mi automóvil y todos sus caballos de potencia (algunos caballos querían seguir) a la vera del camino (o sea, la carretera), y en un arrebato amoroso cual si fuera un oso, bajé presuroso por la ladera que me llevaba al camino y allí cubrí de besos y abrazos a todos los que se dejaron. Mi perra, contagiada por mi arrebato, saltó desde el asiento de atrás del coche al asiento delantero y allí se tiró por la ventanilla, pues la puerta estaba cerrada. Se fue directamente al final de la fila y enardecida de amor se comió a dos o tres monta�eros, pero en realidad no le importó a nadie pues iban los últimos y casi no se notaba. En este caso los últimos nunca serán los primeros.

Iban ellos al collado de Valdehalcones a localizar la cruz del Mierlo. Al parecer se trataba de un infausto bandolero que se refugiaba por estas tierras montaraces después de cometer toda clase de acciones que la justicia no contemplaba con agrado, como podrían ser la extorsión, el rapto, adelantar la fecha de fallecimiento de sus víctimas, el cambiar de lugar las carteras de su prójimo a su propio bolsillo y otras menudencias. Probablemente se trataba de un incomprendido que aspiraba a un reparto equitativo de la riqueza, sobre todo de la riqueza de los demás. Tanto insistió en sus actividades, que acabó logrando que un buen día (aunque no para él), lo abatieran a tiros de arcabuz en justo premio a sus acciones de facineroso, con lo cual él y sobre todo los demás, se quedaron más tranquilos. Y es que los bandidos siempre han sido necesarios, pero poco, vamos prácticamente nada.

Después de este breve encuentro, los monta�eros continuaron su caminar y yo, tras varios minutos de intensa meditaci�n, caí en la cuenta de que no todos los caminos conducen a Roma.

El aparcamiento de arriba de Canto Cochino estaba ocupado hasta la bandera, así que bajé hasta el segundo, cerca del puentecillo que cruza el río (�qué curioso esto de que el puentecillo cruce el río!, pero así era y yo siempre acepto lo que es evidente), seguro que allí encontraría tantos espacios vacíos para aparcar que sería todo un problema tratar de decidir cuál elegir. Pero la fortuna me ayudó para que no tuviera que pasar por semejante trance y me encontré que tampoco allí había un hueco decente donde dejar el coche. Así que opté por dejarlo en un hueco indecente al fondo, un barrizal lleno de piedras y ramas en el que por alguna razón misteriosa no había aparcado nadie. Pero no estaba la situaci�n para andarse con miramientos, que los pusilánimes y remilgados nunca encuentran aparcamiento.

As� pues, completamente embotado, no por efecto del vino sino por las botas que llevaba puestas y con mi perra descalza, como es habitual en ella, tomé rumbo hacia El Tranco. Algo me decía que siendo el camino único y sumamente estrecho, tenía ciertas posibilidades de encontrar al peque�o grupo de cuarenta personas. Efectivamente así sucedió, y se alegró mi �nimo al ver algunas caras que me resultaban familiares, y me dije "�cómo pueden ser familiares si no son de mi familia?" Las demás caras también serán familiares la próxima vez que las vea, porque quieras que no, estas cosas suceden y de seguir así, puedo acabar con más familia que Abraham. Cuando me miro al espejo veo un rostro que también me resulta familiar y sin embargo no lo he visto nunca en ninguna parte, sólo cuando ocasionalmente me asomo a un espejo veo esa cara, lo cual me hace suponer que quizá siga allí cuando yo no miro, pero no tengo forma de averiguarlo. �Qué sucedería si un día al mirarme en el espejo mi imagen no estuviera all�? �Me habría convertido en vampiro? A mi amigo Carlos, que también está loco, le sucede algo parecido. A menudo me dice: "Me preocupa que un buen día al abrir la puerta de mi casa, me encuentre con que yo ya estoy allí sentado leyendo el periódico y mi mujer al lado... y entonces no sabré qué hacer".

Pero estos pensamientos no impidieron que la excursión siguiera su curso y que desde cierta altura, pues el camino no suele discurrir junto al cauce, contempláramos el río en todo su esplendor, derrochando sus riquezas, aquella enorme arteria por la que corre la sangre que mantiene viva la tierra.

Todo discurrió con normalidad y no hubo percances dignos de mención. Cada cual disfrutó a su modo, y algún chaval se cansó un poco a medida que pasaba el tiempo.

Hubo un personajillo que no sé si pasaría desapercibido para algunos, pero que sin duda no pasó indiferente para Chufa, mi perra. Se trataba de un perrito blanco que sería en cuanto a tamaño la tercera parte que ella. Era sin embargo esbelto, fino y prieto, de andar pinturero y temple batallador, que no dio un segundo de reposo a la perra en todo lo que duró la excursión. Un caballerete conquistador que se desvivió durante horas por conseguir los favores de su dama.

Sucedió que su dama estaba en celo, y aquello enloqueció a aquel caballerito sin corcel. Caminaba con un trotecillo nervioso, erguido y majestuoso, siempre a su lado, casi rozándole el flanco, y dondequiera que ella fuese, allá la seguía él. Llevaba la arrogante cabeza, levantada y girada hacia ella, dedicándole atrevidas e intensas miradas a su amor, como diciendo �aquí estoy yo, que nadie ose hacer el oso con mi dama! Era un auténtico caballero escoltando orgulloso a su princesa. Demostró en todo momento tal interés por la perra, que no se apartó de ella más de lo que lo hiciera su propia sombra. Pero no todo era platónico en aquel galancillo, harto de cantarle a su amor y de ta�er la lira, pasaba con frecuencia a la acción y, haciendo gala de una cierta desorientación, se aferraba como un pulpo a la pata delantera de su amada y allí demostraba frenético el ardor de su corazón. Pero a pesar de su buena voluntad y evidente derroche de energía, debido a su corta estatura no lograba llegar a ninguna parte.

La perra, toda paciencia debido a su celo, reclamaba aburrida a su galán que le devolviera la pata, pues le era del todo imprescindible para sus desplazamientos. Este, de mala gana se avenía a ello por no enfadar a su dama y caer en desgracia con ella, pero el hombre tenía tal calentón en su cuerpo que una vez desasido de la pata, proseguía él solo con la mirada perdida en otra direcci�n, el frenético vaivén que le dictaba su corazón. Parecía un juguete al que le hubieran dado cuerda, y oscilaba adelante y atrás en un rítmico compás, tris, tras, tris, tras. Era al mismo tiempo, irresistiblemente cómico y conmovedor, pues él, muy serio y ausente por completo a las risas de los humanos, seguía inasequible al desaliento, el dictado de fuerzas superiores a él. Como viera el perrito, que todos sus afanes no daban el fruto apetecido, volvía a la carga una y otra vez con renovado ímpetu, preguntándose dónde estaba el fallo, y así continuó sin darse reposo durante todo el día. �Sin duda disponía de unos riñones de acero! �Espero que su dueña al llegar a casa le haya dado una buena ducha!

Ernesto Medina (18 enero 2004)


 
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